Moncho
Soy El Moncho. Tengo 10 años. Vivo con mi mamá, la Emilce, mi hermana, Tina, y el tío Ronco. Le alquilamos una pieza a don Cevedo.
Mamá está todo el día en la casa: limpia, cocina, cose y plancha para nosotros y para afuera, y también lava; por eso tenemos una pileta de cemento gris, enorme, que usamos para lavarnos la cara, las manos, y también para darle el primer repaso a la ropa más delicada que le traen, o ella busca en una motito, cuando el Ronco no la usa.
Con esto de la gripe COVID estamos en casa hace meses. Tina y yo no vamos a la escuela, así que nos la pasamos acá. Cuando los profesores de la Tina le mandan tarea, o mi maestra, Luna, nos pasa los deberes, usamos los teléfonos celulares de mi mamá y del Ronco. El Ronco tiene un teléfono celular más nuevo, con la pantalla más grande -más potente dice mi mamá- y lo usa la Tina, que tiene que buscar cosas en Internet, grabar videos y conversar con los profesores o los compañeros. Yo uso el teléfono del Ronco para jugar, por las noches, antes de dormir en la cama que sacamos de abajo del sofá, porque en la parte de arriba duerme la Tina. Siempre dejo el teléfono enchufado dentro de mis zapatillas, para que el Ronco lo saque cuando se va a trabajar de madrugada.
Él y mamá duermen en la cama que arman cerca de la cocina. Se arreglan bien. A veces cuando voy en la noche a tomar agua de la canilla, ella duerme sobre él, otras los encuentro al revés. Se acunan. Cuando le pregunté a la Tina, dijo que no sabía por qué, que a lo mejor es como me pasa a mí, que me acuno solo desde que era bebé, y ella y mamá se reían mirándome.
El Gaby, mi amigo, al que no veo desde marzo, me preguntó, una de las primeras veces que hablamos, si el Ronco no es mi papá, será hermano de mi mamá ¿o de quién? Con el Gaby nos conocemos desde muy chicos, desde el jardín maternal. Nos encontrábamos, cada uno de la mano de su mamá, a media cuadra de la puerta de entrada. Parecía que estábamos de acuerdo, porque cuando yo iba por la calle larga, él aparecía por el pasaje con su mami. En invierno o verano, siempre lo saludé: “¡Hola, amigo!”, y le decía a mamá que ese era mi amigo, entonces ella y la mamá del Gaby se saludaban con la cabeza y una sonrisa, después nos acompañaban calladas hasta la puerta, esperaban que entráramos y se iban, cada una a su casa, por la cortada y la calle larga, a trabajar.
Unos meses después, cuando fuimos más grandes, solos buscábamos encontrarnos y nos saludábamos como dije. Luego descubrimos que yo podía acompañarlo unas calles, haciendo zigzag, y quedaba caminar un rato más para regresar a casa.
Ahí fue que el Gaby me preguntó por el parentesco del Ronco. Yo le dije que mamá le dijo a Tina, que era más grande cuando él vino, que era el tío Ronco, y así me lo dijo a mí. También don Cevedo. Y los compañeros del Ronco, cuando pasan por casa a levantar la basura, gritan: “¡Chau, tío! ¡Chau, Moncho!”. Salgo corriendo para responderles: “¡Chau muchachos!”, como hace el Moncho, ya van por la esquina, cantando, silbando, corriendo detrás del camión. Ahora que Tina y yo estamos en casa todo el día, le pido a ella y a mamá que me avisen, porque siempre estoy leyendo los libros que me trae el Ronco. Me distraigo, no los oigo venir, ¡y ellas no me avisan!
Si le pregunto por el trabajo, el Ronco dice que el mundo y que esta ciudad son un basural. La gente saca las bolsas, las cajas, las acomodan en los árboles, las cuelgan de las rejas, de las ramas, o las dejan, nomás. Sacan a la vereda, aunque sea de tierra y yuyos, nomás, y ya está. Todo lo tienen que hacer ellos: él y el Tito, con Carlos, el chofer.
¿Cuánto tiempo vas a ser basurero, tío?, le pregunté hace poco. Y el Ronco me dijo que unos siete años, a lo mejor un poco más, según le den las piernas. Sabe manejar el camión, pero no terminó la secundaria y necesita un permiso profesional para manejar los camiones, no sólo los de basura. Hasta el año pasado el Ronco iba a la nocturna, con un sacrificio bárbaro, porque después de descargar el camión y que queda libre hasta el día siguiente, viene, come rápido y va a hacer unas changas como albañil. Si puede, llegará al permiso especial, y así a chofer del camión cuando no le den más las piernas… en unos siete años, más o menos.
“Si la cosa va buena -dice-, puede que en vez del Ramón, me manden a manejar la Ramona”. Para mí cualquiera de las dos cosas serían muy buenas.
Don Cevedo recordó que cuando era chico al camión recolector le decían Ramón, y Ramona a la barredora de las calles asfaltadas. Él, que sabe todo porque es más viejo y jubilado, y nos alquila la pieza para hacer unos pesos, me explicó que los nombres deben venir de alguna historieta que aparecía en las revistas.
El Ronco hace poco se enojó con Don Cevedo, porque mamá le contó que el viejo dejó caer que iba a tener que empezar a cuidar de la Tina por esas tetitas que tenía. Mamá se lo dijo al Ronco cuando se lavaba ya sin la ropa de levantar la basura. Alcancé a frenar antes de pasar la sábana que usamos para dividir la cocina cuando nos bañamos. Los escuché. Ronco empezaba a gritar y mamá lo calló poniendo la cabeza de él en su pecho. Sé que es buen remedio, porque mamá también lo hace conmigo. Y al Ronco le gusta, luego de bañarse, sentir el perfume de mamá. “¿Te pusiste el que te regalé?”, le dice siempre él. Ella le contesta atrayéndose la cabeza al pecho. El Ronco hace silencio, se calma. Le gustan los perfumes, más desde lo de la basura. Después que me baño y antes de irse a la nocturna, me abraza y besa la cabeza, para saber si usé su champú. “¿Hoy te lavaste con el jabón blanco?”, pregunta a veces, porque no distingue el otro perfume. Digo que sí para que me rete un poco, aunque usé el champú como siempre. Espero que eso le dure sólo siete años, como las piernas, cuando pase a manejar el camión.
Con la Tina, todo empeora, hablan de sacarme de la cama de abajo del sofá que ya conté. Cuando le comenté que mamá y Ronco hablaban de sus tetitas, me dio un cachetazo. Ahí nomás me abrazó, como hace mamá; pero a ella le falta algo, porque me ahogó en seco cuando principiaba a llorar. Nos quedamos largo rato sentados en la cama.
Le escribo como siempre, aunque cambié algo: Don Cevedo me aconsejó que no pusiera las cartas dentro de las bolsas de basura. Nosotros las aseguramos para que no se rompan tan fácil, y los muchachos que recolectan por acá dejan todo perfecto. “¡No van a fallarle a un colega!”, me dijo. “Ponelas afuera de las bolsas”, sugirió. ¿Y el viento? ¿Y los perros?, pregunté. “A lo mejor te ayudan. Mirá si llegan a alguien que las lee y ayudan a Ronco y tu mamá a salvar las tetitas de la Tina”.
Viejo de mierda.
Que no se enteren la mami ni el Ronco.
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